Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
necesito a toda costa el ejercicio. Me paso el día sentado, y es un
gran bien para mí poder pasear durante cinco minutos... Mis
hemorroides, ¿sabe usted...? Tengo el propósito de someterme a
un tratamiento gimnástico. Se dice que consejeros de Estado e
incluso consejeros privados no se avergüenzan de saltar a la
comba. He aquí hasta dónde ha llegado la ciencia en nuestros
días... En cuanto a las obligaciones de mi cargo, a los
interrogatorios y todo ese formulismo del que usted me ha
hablado hace un momento, le diré, mi querido Rodion
Romanovitch, que a veces desconciertan más al magistrado que al
declarante. Usted acaba de observarlo con tanta razón como
agudeza. -Raskolnikof no había hecho ninguna observación de
esta índole-. Uno se confunde. ¿Cómo no se ha de confundir, con
los procedimientos que se siguen y que son siempre los mismos?
Se nos han prometido reformas, pero ya verá como no cambian
más que los términos. ¡Je, je, je! En lo que concierne a nuestras
costumbres jurídicas, estoy plenamente de acuerdo con sus sutiles
observaciones... Ningún acusado, ni siquiera el mujik más obtuso,
puede ignorar que, al empezar nuestro interrogatorio, trataremos
de ahuyentar su desconfianza (según su feliz expresión), a fin de
asestarle seguidamente un hachazo en pleno cráneo (para utilizar
su ingeniosa metáfora). ¡Je, je, je...! ¿De modo que usted creía
que yo hablaba de mi casa pagada por el Estado para...?
Verdaderamente, es usted un hombre irónico... No, no; no volveré
a este asunto... Pero sí, pues las ideas se asocian y unas palabras
llevan a otras palabras. Usted ha mencionado el interrogatorio
según las normas legales. Pero ¿qué importan estas normas, que
en