Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
pregunta, hágamela. En caso contrario, permítame que me retire.
No puedo perder el tiempo; tengo cierto compromiso; me esperan
para asistir al entierro de ese funcionario que murió atropellado
por un coche y del cual ya ha oído usted hablar.
Inmediatamente se arrepintió de haber dicho esto último.
Después continuó, con una irritación creciente:
-Ya estoy harto de todo esto, ¿sabe usted? Hace mucho tiempo
que estoy harto... Ha sido una de las causas de mi enfermedad...
En una palabra -añadió, levantando la voz al considerar que esta
frase sobre su enfermedad no venía a cuento-, en una palabra:
haga usted el favor de interrogarme o permítame que me vaya
inmediatamente... Pero si me interroga, habrá de hacerlo con
arreglo a las normas legales y de ningún otro modo... Y como veo
que no decide usted nada, adiós. Por el momento, usted y yo no
tenemos nada que decirnos.
-Pero ¿qué dice usted, hombre de Dios? ¿Sobre qué le tengo que
interrogar?-exclamó al punto Porfirio Petrovitch, cambiando de
tono y dejando de reír-. No se preocupe usted -añadió,
reanudando sus paseos, para luego, de pronto, arrojarse sobre
Raskolnikof y hacerlo sentar-. No hay prisa, no hay prisa. Además,
esto no tiene ninguna importancia. Por el contrario, estoy
encantado de que haya venido usted a verme. Le he recibido
como a un amigo. En cuanto a esta maldita risa, perdóneme, mi
querido Rodion Romanovitch... Se llama usted así, ¿verdad? Soy
un hombre nervioso y me chá hecho mucha gracia la agudeza de
su observación. A veces estoy media hora sacudido por la risa
como una pelota de goma. Soy propenso a la risa por naturaleza.
Mi temperamento me hace temer incluso la apoplejía... Pero
siéntese, amigo mío, se lo ruego. De lo contrario, creeré que está
usted enfadado.
Raskolnikof no desplegaba los labios. Se limitaba a escuchar y
observar con las cejas fruncidas. Se sentó, pero sin dejarla gorra.
StudioCreativo ¡Puro Arte!
Página 410