Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
se tropezaban a pesar de ser día de trabajo, completaban el
lastimoso y horrible cuadro. Una expresión de amargo disgusto
pasó por las finas facciones del joven. Era, dicho sea de paso,
extraordinariamente bien parecido, de una talla que rebasaba la
media, delgado y bien formado. Tenía el cabello negro y unos
magníficos ojos oscuros. Pronto cayó en un profundo desvarío, o,
mejor, en una especie de embotamiento, y prosiguió su camino
sin ver o, más exactamente, sin querer ver nada de lo que le
rodeaba.
De tarde en tarde musitaba unas palabras confusas, cediendo a
aquella costumbre de monologar que había reconocido hacía unos
instantes. Se daba cuenta de que las ideas se le embrollaban a
veces en el cerebro, y de que estaba sumamente débil.
Iba tan miserablemente vestido, que nadie en su lugar, ni
siquiera un viejo vagabundo, se habría atrevido a salir a la calle
en pleno día con semejantes andrajos. Bien es verdad que este
espectáculo era corriente en el barrio en que nuestro joven
habitaba.
La vecindad del Mercado Central, la multitud de obreros y
artesanos amontonados en aquellos callejones y callejuelas del
centro de Petersburgo ponían en el cuadro tintes tan singulares,
que ni la figura más chocante podía llamar a nadie la atención.
Por otra parte, se había apoderado de aquel hombre un
desprecio tan feroz hacia todo, que, a pesar de su altivez natural
un tanto ingenua, exhibía sus harapos sin rubor alguno. Otra cosa
habría sido si se hubiese encontrado con alguna persona conocida
o algún viejo camarada, cosa que procuraba evitar.
Sin embargo, se detuvo en seco y se llevó nerviosamente la
mano al sombrero cuando un borracho al que transportaban, no
se sabe adónde ni por qué, en una carreta vacía que arrast