Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
esta miseria había dejado de ser para él un sufrimiento. El joven
había renunciado a todas sus ocupaciones diarias, a todo trabajo.
En el fondo, se mofaba de la patrona y de todas las intenciones
que pudiera abrigar contra él, pero detenerse en la escalera para
oír sandeces y vulgaridades, recriminaciones, quejas, amenazas, y
tener que contestar con evasivas, excusas, embustes... No, más
valía deslizarse por la escalera como un gato para pasar
inadvertido y desaparecer.
Aquella tarde, el temor que experimentaba ante la idea de
encontrarse con su acreedora le llenó de asombro cuando se vio
en la calle.
«¡Que me inquieten semejantes menudencias cuando tengo en
proyecto un negocio tan audaz! -pensó con una sonrisa extraña-.
Sí, el hombre lo tiene todo al alcance de la mano, y, como buen
holgazán, deja que todo pase ante sus mismas narices... Esto es
ya un axioma... Es chocante que lo que más temor inspira a los
hombres sea aquello que les aparta de sus costumbres. Sí, eso es
lo que más los altera... ¡Pero esto ya es demasiado divagar!
Mientras divago, no hago nada. Y también podría decir que no
hacer nada es lo que me lleva a divagar. Hace ya un mes que
tengo la costumbre de hablar conmigo mismo, de pasar días
enteros echado en mi rincón, pensando... Tonterías... Porque ¿qué
necesidad tengo yo de dar este paso? ¿Soy verdaderamente capaz
de hacer... "eso"? ¿Es que, por lo menos, lo he pensado en serio?
De ningún modo: todo ha sido un juego de mi imaginación, una
fantasía que me divierte... Un juego, sí; nada más que un juego.»
El calor era sofocante. El aire irrespirable, la multitud, la visión
de los andamios, de la cal, de los ladrillos esparcidos por todas
partes, y ese hedor especial tan conocido por los petersburgueses
que no disponen de medios para alquilar una casa en el campo,
todo esto aumentaba la tensión de los nervios, ya bastante
excitados, del joven. El insoportable olor de las tabernas,
abundantísimas en aquel barrio, y los borrachos que a cada paso
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