Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
-No me he arrodillado ante ti, sino ante todo el dolor humano
-dijo en un tono extraño.
Y fue a acodarse en la ventana. Pronto volvió a su lado y añadió:
-Oye, hace poco he dicho a un insolente que valía menos que tu
dedo meñique y que te había invitado a sentarte al lado de mi
madre y de mi hermana.
-¿Eso ha dicho? -exclamó Sonia, aterrada-. ¿Y delante de ellas?
¡Sentarme a su lado! Pero si yo soy... una mujer sin honra.
¿Cómo se le ha ocurrido decir eso?
-Al hablar así, yo no pensaba en tu deshonra ni en tus faltas,
sino en tu horrible martirio. Sin duda -continuó ardientemente-,
eres una gran pecadora, sobre todo por haberte inmolado
inútilmente. Ciertamente, eres muy desgraciada. ¡Vivir en el cieno
y saber (porque tú lo sabes: basta mirarte para comprenderlo)
que no te sirve para nada, que no puedes salvar a nadie con tu
sacrificio...! Y ahora dime -añadió, iracundo-: ¿Cómo es posible
que tanta ignominia, tanta bajeza, se compaginen en ti con otros
sentimientos tan opuestos, tan sagrados? Sería preferible
arrojarse al agua de cabeza y terminar de una vez.
-Pero ¿y ellos? ¿Qué sería de ellos? -preguntó Sonia levantando
la cabeza, con voz desfallecida y dirigiendo a Raskolnikof una
mirada impregnada de dolor, pero sin mostrar sorpresa alguna
ante el terrible consejo.
Raskolnikof la envolvió en una mirada extraña, y esta mirada le
bastó para descifrar los pensamientos de la joven. Comprendió
que ella era de la misma opinión. Sin duda, en su desesperación,
había pensado más de una vez en poner término a su vida. Y tan
resueltamente habia pensado en ello, que no le había causado la
menor extrañeza el consejo de Raskolnikof. No había advertido la
crueldad de sus palabras, del mismo modo que no había captado
el sentido de sus reproches. Él se dio cuenta de todo ello y
comprendió perfectamente hasta qué punto la habría torturado el
sentimiento de su deshonor, de su situación infamante. ¿Qué sería
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