Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
Sonia se turbó más todavía y enrojeció.
-No -murmuró con un esfuerzo doloroso.
-La misma suerte espera a Poletchka -dijo Raskolnikof de pronto.
-¡No, no! ¡Eso es imposible! -exclamó Sonia.
Fue un grito de desesperación. Las palabras de Raskolnikof la
habían herido como una cuchillada.
-¡Dios no permitirá una abominación semejante!
-Permite otras muchas.
-¡No, no! ¡Dios la protegerá! ¡A ella la protegerá! -gritó Sonia
fuera de sí.
-Tal vez no exista -replicó Raskolnikof con una especie de
crueldad triunfante.
Seguidamente se echó a reír y la miró.
Al oír aquellas palabras se operó en el semblante de Sonia un
cambio repentino, y sacudidas nerviosas recorrieron su cuerpo.
Dirigió a Raskolnikof miradas cargadas de un reproche indefinible.
Intentó hablar, pero de sus labios no salió ni una sílaba. De súbito
se echó a llorar amargamente y ocultó el rostro entre las manos.
-Usted dice que Catalina Ivanovna está trastornada, pero usted
no lo está menos -dijo Raskolnikof tras un breve silencio.
Transcurrieron cinco minutos. El joven seguía yendo y viniendo
por la habitación sin mirar a Sonia. Al fin se acercó a ella. Los ojos
le centelleaban. Apoyó las manos en los débiles hombros y miró el
rostro cubierto de lágrimas. Lo miró con ojos secos, duros,
ardientes, mientras sus labios se agitaban con un temblor
convulsivo... De pronto se inclinó, bajó la cabeza hasta el suelo y
le besó los pies. Sonia retrocedió horrorizada, como si tuviera ante
sí a un loco. Y en verdad un loco parecía Raskolnikof.
-¿Qué hace usted? -balbuceó.
Se había puesto pálida y sentía en el corazón una presión
dolorosa.
Él se puso en pie.
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