CRIMEN Y CASTIGO - FIÓDOR DOSTOYEVSKI | Page 385

Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski -Pero ¿adónde vas? ¿Qué te pasa? ¿Qué te propones? ¡No se puede obrar de ese modo! Raskolnikof se detuvo de nuevo. -Te lo he dicho y te lo repito: no me preguntes nada, pues no te contestaré... No vengas a verme. Tal vez venga yo aquí... Déjame..., pero a ellas no las abandones... ¿Comprendes? El pasillo estaba oscuro y ellos se habían detenido cerca de la lámpara. Se miraron en silencio. Rasumikhine se acordaría de este momento toda su vida. La mirada ardiente y fija de Raskolnikof parecía cada vez más penetrante, y Rasumikhine tenía la impresión de que le taladraba el alma. De súbito, el estudiante se estremeció. Algo extraño acababa de pasar entre ellos. Fue una idea que se deslizó furtivamente; una idea horrible, atroz y que los dos comprendieron... Rasumikhine se puso pálido como un muerto. -¿Comprendes ahora? -preguntó Raskolnikof con una mueca espantosa-. Vuelve junto a ellas -añadió. Y dio media vuelta y se fue rápidamente. No es fácil describir lo que ocurrió aquella noche en la habitación de Pulqueria Alejandrovna cuando regresó Rasumikhine; los esfuerzos del joven para calmar a las dos damas, las promesas que les hizo. Les dijo que Rodia estaba enfermo, que necesitaba reposo; les aseguró que volverían a verle y que él iría a visitarlas todos los días; que Rodia sufría mucho y no convenía irritarle; que él, Rasumikhine, llamaría a un gran médico, al mejor de todos; que se celebraría una consulta... En fin, que, a partir de aquella noche, Rasumikhine fue para ellas un hijo y un hermano. IV Raskolnikof se fue derecho a la casa del canal donde habitaba Sonia. Era un viejo edificio de tres pisos pintado de verde. No sin trabajo, encontró al portero, del cual obtuvo vagas indicaciones StudioCreativo ¡Puro Arte! Página 384