Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
-Pero ¿adónde vas? ¿Qué te pasa? ¿Qué te propones? ¡No se
puede obrar de ese modo!
Raskolnikof se detuvo de nuevo.
-Te lo he dicho y te lo repito: no me preguntes nada, pues no te
contestaré... No vengas a verme. Tal vez venga yo aquí...
Déjame..., pero a ellas no las abandones... ¿Comprendes?
El pasillo estaba oscuro y ellos se habían detenido cerca de la
lámpara. Se miraron en silencio. Rasumikhine se acordaría de este
momento toda su vida. La mirada ardiente y fija de Raskolnikof
parecía cada vez más penetrante, y Rasumikhine tenía la
impresión de que le taladraba el alma. De súbito, el estudiante se
estremeció. Algo extraño acababa de pasar entre ellos. Fue una
idea que se deslizó furtivamente; una idea horrible, atroz y que
los dos comprendieron... Rasumikhine se puso pálido como un
muerto.
-¿Comprendes ahora? -preguntó Raskolnikof con una mueca
espantosa-. Vuelve junto a ellas -añadió. Y dio media vuelta y se
fue rápidamente.
No es fácil describir lo que ocurrió aquella noche en la habitación
de Pulqueria Alejandrovna cuando regresó Rasumikhine; los
esfuerzos del joven para calmar a las dos damas, las promesas
que les hizo. Les dijo que Rodia estaba enfermo, que necesitaba
reposo; les aseguró que volverían a verle y que él iría a visitarlas
todos los días; que Rodia sufría mucho y no convenía irritarle; que
él, Rasumikhine, llamaría a un gran médico, al mejor de todos;
que se celebraría una consulta... En fin, que, a partir de aquella
noche, Rasumikhine fue para ellas un hijo y un hermano.
IV
Raskolnikof se fue derecho a la casa del canal donde habitaba
Sonia. Era un viejo edificio de tres pisos pintado de verde. No sin
trabajo, encontró al portero, del cual obtuvo vagas indicaciones
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