Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
Pero dejadme, dejadme solo. Esto ya lo tenía decidido, y es una
decisión irrevocable. Aunque hubiera de morir, quiero estar solo.
Olvidaos de mí: esto es lo mejor... No me busquéis. Ya vendré yo
cuando sea necesario..., y, si no vengo, enviaré a llamaros. Tal
vez vuelva todo a su cauce; pero ahora, si verdaderamente me
queréis, renunciad a mí. Si no lo hacéis, llegaré a odiaros: esto es
algo que siento en mí. Adiós.
-¡Dios mío! -exclamó Pulqueria Alejandrovna.
La madre, la hermana y Rasumikhine se sintieron dominados por
un profundo terror.
-¡Rodia, Rodia, vuelve a nosotras! -exclamó la pobre mujer.
Él se volvió lentamente y dio un paso hacia la puerta. Dunia fue
hacia él.
-¿Cómo puedes portarte así con nuestra madre, Rodia?
-murmuró, indignada.
-Ya volveré, ya volveré a veros -dijo a media voz, casi
inconsciente.
Y se fue.
-¡Mal hombre, corazón de piedra! -le gritó Dunia.
-No es malo, es que está loco -murmuró Rasumikhine al oído de
la joven, mientras le apretaba con fuerza la mano- Es un alienado,
se lo aseguro. Sería usted la despiadada si no fuera comprensiva
con él.
Y dirigiéndose a Pulqueria Alejandrovna, que parecía a punto de
caer, le dijo:
-En seguida vuelvo.
Salió corriendo de la habitación. Raskolnikof, que le esperaba al
final del pasillo, le recibió con estas palabras:
-Sabía que vendrías... Vuelve al lado de ellas; no las dejes... Ven
también mañana; no las dejes nunca... Yo tal vez vuelva..., tal
vez pueda volver. Adiós.
Se alejó sin tenderle la mano.
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