Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
-A mi juicio, usted, con todas sus cualidades, vale menos que el
dedo meñique de esa desgraciada muchacha a la que ha arrojado
usted la piedra.
-¿De modo que no vacilaría usted en introducirla en la sociedad
de su hermana y de su madre?
-Ya lo he hecho. Hoy la he invitado a sentarse junto a ellas.
-¡Rodia! -exclamó Pulqueria Alejandrovna.
Dunetchka enrojeció, Rasumikhine frunció el entrecejo, Lujine
sonrió altiva y despectivamente.
-Ya ve usted, Avdotia Romanovna, que es imposible toda
reconciliación. Creo que podemos dar el asunto por terminado y
no volver a hablar de él. En fin, me retiro para no seguir
inmiscuyéndome en esta reunión de familia. Sin duda, tendrán
ustedes secretos que comunicarse.
Se levantó y cogió su sombrero.
-Pero, antes de irme, permítanme que les diga que espero no
volver a verme expuesto a encuentros y escenas como los que
acabo de tener. Me dirijo exclusivamente a usted, Pulqueria
Alejandrovna, ya que a usted y sólo a usted iba destinada mi
carta.
Pulqueria Alejandrovna se estremeció ligeramente.
-Por lo visto, Piotr Petrovitch, se considera usted nuestro dueño
absoluto. Ya le ha explicado Dunia por qué razón no hemos tenido
en cuenta su deseo. Mi hija ha obrado con la mejor intención. En
cuanto a su carta, no puedo menos de decirle que está escrita en
un tono bastante imperioso. ¿Pretende usted obligarnos a
considerar sus menores deseos como órdenes? Por el contrario, yo
creo que debe usted tratarnos con los mayores miramientos, ya
que hemos depositado toda nuestra confianza en usted, que lo
hemos dejado todo por venir a Petersburgo y que, en
consecuencia, estamos a su merced.
-Eso no es totalmente exacto, Pulqueria Alejandrovna, y menos
ahora que ya sabe usted que Marfa Petrovna ha legado a su hija
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