Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
mismo había enseñado a leer y escribir hacía tiempo. Retrasaba el
momento de abrirla: parecía experimentar cierto temor. Al fin
rasgó el sobre. La carta era larga. La letra, apretada, ocupaba dos
grandes hojas de papel por los dos lados.
«Mi querido Rodia -decía la carta-: hace ya dos meses que no te
he escrito y esto ha sido para mí tan penoso, que incluso me ha
quitado el sueño muchas noches. Perdóname este silencio
involuntario. Ya sabes cuánto te quiero. Dunia y yo no tenemos a
nadie más que a ti; tú lo eres todo para nosotras: toda nuestra
esperanza, toda nuestra confianza en el porvenir. Sólo Dios sabe
lo que sentí cuando me dijiste que habías tenido que dejar la
universidad hacía ya varios meses por falta de dinero y que habías
perdido las lecciones y no tenías ningún medio de vida. ¿Cómo
puedo ayudarte yo, con mis ciento veinte rublos anuales de
pensión? Los quince rublos que te envié hace cuatro meses, los
pedí prestados, con la garantía de mi pensión, a un comerciante
de esta ciudad Ilamado Vakruchine. Es una buena persona y fue
amigo de tu padre; pero como yo le había autorizado por escrito a
cobrar por mi cuenta la pensión, tenía que procurar devolverle el
dinero, cosa que acabo de hacer. Ya sabes por qué no he podido
enviarte nada en estos últimos meses.
»Pero ahora, gracias a Dios, creo que te podré mandar algo. Por
otra parte, en estos momentos no podemos quejarnos de nuestra
suerte, por el motivo que me apresuro a participarte. Ante todo,
querido Rodia, tú no sabes que hace ya seis semanas que tu
hermana vive conmigo y que ya no tendremos que volver a
separarnos. Gracias a Dios, han terminado sus sufrimientos. Pero
vayamos por orden: así sabrás todo lo ocurrido, todo lo que hasta
ahora te hemos ocultado.
»Cuando hace dos meses me escribiste diciéndome que te habías
enterado de que Dunia había caído en desgracia en casa de los
Svidrigailof, que la trataban desconsideradamente, y me pedías
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