Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
-No se pueden dar lecciones cuando no se tienen botas. Además,
odio las lecciones: de buena gana les escupiría.
-No escupas tanto: el salivazo podría caer sobre ti.
-¡Para lo que se paga por las lecciones! ¡Unos cuantos kopeks!
¿Qué haría yo con eso?
Seguía hablando como a la fuerza y parecía responder a sus
propios pensamientos.
-Entonces, ¿pretendes ganar una fortuna de una vez?
Raskolnikof le dirigió una mirada extraña.
-Sí, una fortuna -respondió firmemente tras una pausa.
-Bueno, bueno; no pongas esa cara tan terrible... ¿Y qué me
dices del panecillo blanco? ¿Hay que ir a buscarlo, o no?
-Haz lo que quieras.
-¡Ah, se me olvidaba! Llegó una carta para ti cuando no estabas
en casa.
-¿Una carta para mí? ¿De quién?
-Eso no lo sé. Lo que sé es que le di al cartero tres kopeks.
Espero que me los devolverás.
-¡Tráela, por el amor de Dios! ¡Trae esa carta! -exclamó
Raskolnikof, profundamente agitado-. ¡Señor...! ¡Señor...!
Un minuto después tenía la carta en la mano. Como había
supuesto, era de su madre, pues procedía del distrito de R. Estaba
pálido. Hacía mucho tiempo que no había recibido ninguna carta;
pero la emoción que agitaba su corazón en aquel momento
obedecía a otra causa.
-¡Vete, Nastasia! ¡Vete, por el amor de Dios! Toma tus tres
kopeks, pero vete en seguida; te lo ruego.
La carta temblaba en sus manos. No quería abrirla en presencia
de la sirvienta; deseaba quedarse solo para leerla. Cuando
Nastasia salió, el joven se llevó el sobre a sus labios y lo besó.
Después estuvo unos momentos contemplando la dirección y
observando la caligrafía, aquella escritura fina y un poco inclinada
que tan familiar y querida le era; la letra de su madre, a la que él
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