Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
deseaba despejar la siguiente incógnita: Pulqueria Alejandrovna y
su hija debían de tener algún motivo para haber desatendido tan
abiertamente su prohibición, y este motivo era lo primero que él
necesitaba conocer. Después tendría tiempo de aplicar el castigo
adecuado.
-Deseo que hayan tenido un buen viaje -dijo a Pulqueria
Alejandrovna en un tono puramente formulario.
-Así ha sido, gracias a Dios, Piotr Petrovitch.
-Lo celebro de veras. ¿Y para usted no ha resultado fatigoso,
Avdotia Romanovna?
-Yo soy joven y fuerte y no me fatigo -repuso Dunia-; pero
mamá ha llegado rendida.
-¿Qué quieren ustedes?-dijo Lujine-. Nuestros trayectos son
interminables, pues nuestra madre Rusia es vastísima... A mí me
fue materialmente imposible ir a recibirlas, pese a mi firme
propósito de hacerlo. Sin embargo, confío en que no tropezarían
ustedes con demasiadas dificultades.
-Pues sí, Piotr Petrovitch -se apresuró a contestar Pulqueria
Alejandrovna en un tono especial-, nos vimos verdaderamente
apuradas, y si Dios no nos hubiera enviado a Dmitri Prokofitch, no
sé qué habría sido de nosotras. Me refiero a este joven.
Permítame que se lo presente: Dmitri Prokofitch Rasumikhine.
-¡Ah! ¿Es este joven? Ya tuve el placer de conocerlo ayer
-murmuró Lujine lanzando al estudiante una mirada de reojo y
enmudeciendo después con las cejas fruncidas.
Piotr Petrovitch era uno de esos hombres que, a costa de no
pocos esfuerzos, se muestran amabilísimos en sociedad, pero que,
a la menor contrariedad, pierde los estribos de tal modo, que más
parecen patanes que distinguidos caballeros.
Hubo un nuevo silencio. Raskolnikof se encerraba en un
obstinado mutismo. Avdotia Romanovna juzgaba que en aquellas
circunstancias no le correspondía a ella romper el silencio.
StudioCreativo ¡Puro Arte!
Página 363