Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
El ruido de sus propios pasos le daba miedo.
«¡Señor, qué oscuridad! El desconocido debe de estar oculto por
aquí, en algún rincón... ¡Toma! La puerta que da al rellano está
abierta de par en par.»
Tras reflexionar un momento, entró. El vestíbulo estaba oscuro y
vacío como una habitación desvalijada. Pasó a la sala lentamente,
andando de puntillas. Toda ella estaba iluminada por una luna
radiante. Nada había cambiado: allí estaban las sillas, el espejo, el
sofá amarillo, los cuadros con sus marcos. Por la ventana se veía
la luna, redonda y enorme, de un rojo cobrizo.
«Es la luna la que crea el silencio -pensó Raskolnikof-, la luna,
que se ocupa en descifrar enigmas.»
Estaba inmóvil, esperando. A medida que iba aumentando el
silencio nocturno, los latidos de su corazón eran más violentos y
dolorosos. ¡Qué calma tan profunda...! De pronto se oyó un seco
crujido, semejante al que produce una astilla de madera al
quebrarse. Después todo volvió a quedar en silencio. Una mosca
se despertó y se precipitó contra los cristales, dejando oír su
bordoneo quejumbroso. En este momento, Raskolnikof descubrió
en un rincón, entre la cómoda y la ventana, una capa colgada en
la pared.
«¿Qué hace esa capa aquí? -pensó-. Entonces no estaba.»
Apartó la capa con cuidado y vio una silla, y en la silla, sentada
en el borde y con el cuerpo doblado hacia delante, una vieja.
Tenía la cabeza tan baja, que Raskolnikof no podía verle la cara.
Pero no le cupo duda de que era ella... Permaneció un momento
inmóvil. «Tiene miedo», pensó mientras desprendía poco a poco el
hacha del nudo corredizo. Después descargó un hachazo en la
nuca de la vieja, y otro en seguida. Pero, cosa extraña, ella no
hizo el menor movimiento: se habría dicho que era de madera.
Sintió miedo y se inclinó hacia delante para examinarla, pero ella
bajó la cabeza más todavía. Entonces él se inclinó hasta tocar el
suelo con su cabeza y la miró de abajo arriba. Lo que vio le llenó
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