Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
de espanto: la vieja reventaba de risa, de una risa silenciosa que
trataba de ahogar, haciendo todos los esfuerzos imaginables.
De súbito le pareció que la puerta del dormitorio estaba
entreabierta y que alguien se reía allí también. Creyó oír un
cuchicheo y se enfureció. Empezó a golpear la cabeza de la vieja
con todas sus fuerzas, pero a cada hachazo redoblaban las risas y
los cuchicheos en la habitación vecina, y lo mismo podía decirse
de la vieja, cuya risa había cobrado una violencia convulsiva.
Raskolnikof intentó huir, pero el vestíbulo estaba lleno de gente.
La puerta que daba a la escalera estaba abierta de par en par, y
por ella pudo ver que también el rellano y los escalones estaban
llenos de curiosos. Con las cabezas juntas, todos miraban,
tratando de disimular. Todos esperaban en silencio. Se le oprimió
el corazón. Las piernas se negaban a obedecerle; le parecía tener
los pies clavados en el suelo... Intentó gritar y se despertó.
tenía que hacer grandes esfuerzos para respirar, y aunque
estaba bien despierto le parecía que su sueño continuaba. La
causa de ello era que, en pie en el umbral de la habitación, cuya
puerta estaba abierta de par en par, un hombre al que no había
visto jamás le contemplaba atentamente.
Raskolnikof, que no había abierto los ojos del todo, se apresuró a
volver a cerrarlos. Estaba echado boca arriba y no hizo el menor
movimiento.
«¿Sigo soñando o ya estoy despierto?», se preguntó.
Y levantó los párpados casi imperceptiblemente para mirar al
desconocido. Éste seguía en el umbral, observándole con la misma
atención. De pronto entró cautelosamente en el aposento, cerró la
puerta tras él con todo cuidado, se acercó a la mesa, estuvo allí
un minuto sin apartar los ojos del joven y, sin hacer el menor
ruido, se sentó en una silla, cerca del diván. Dejó su sombrero en
el suelo, apoyó las manos sobre el puño del bastón y puso la
barbilla sobre las manos. Era evidente que se preparaba para una
larga espera.
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