Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
un pequeño cojín, bajo el cual colocaba, para hacerlo un poco más
alto, toda su ropa blanca, tanto la limpia como la sucia. Ante el
diván había una mesita.
No era difícil imaginar una pobreza mayor y un mayor abandono;
pero Raskolnikof, dado su estado de espíritu, se sentía feliz en
aquel antro. Se había aislado de todo el mundo y vivía como una
tortuga en su concha. La simple presencia de la sirvienta de la
casa, que de vez en cuando echaba a su habitación una ojeada, le
ponía fuera de sí. Así suele ocurrir a los enfermos mentales
dominados por ideas fijas.
Hacía quince días que su patrona no le enviaba la comida, y ni
siquiera le había pasado por la imaginación ir a pedirle
explicaciones, aunque se quedaba sin comer. Nastasia, la cocinera
y única sirvienta de la casa, estaba encantada con la actitud del
inquilino, cuya habitación había dejado de barrer y limpiar hacía
tiempo. Sólo por excepción entraba en la buhardilla a pasar la
escoba. Ella fue la que lo despertó aquella mañana.
-¡Vamos! ¡Levántate ya! -le gritó-. ¿Piensas pasarte la vida
durmiendo? Son ya las nueve... Te he traído té. ¿Quieres una
taza? Pareces un muerto.
El huésped abrió los ojos, se estremeció ligeramente y reconoció
a la sirvienta.
-¿Me lo envía la patrona? -preguntó, incorporándose
penosamente.
-¿Cómo se le ha ocurrido ese disparate?
Y puso ante él una rajada tetera en la que quedaba todavía un
poco de té, y dos terrones de azúcar amarillento.
-Oye, Nastasia; hazme un favor -dijo Raskolnikof, sacando de un
bolsillo un puñado de calderilla, cosa que pudo hacer porque,
como de costumbre, se había acostado vestido-. Toma y ve a
comprarme un panecillo blanco y un poco de salchichón del más
barato.
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