Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
Raskolnikof hablaba con voz entrecortada. Las palabras parecían
resistirse a salir de su boca.
Esta vez, el desconocido levantó la cabeza y dirigió al joven una
mirada sombría y siniestra.
-Asesino -dijo de pronto, en voz baja pero clarísima.
Raskolnikof siguió a su lado. Sintió que las piernas le flaqueaban
y vacilaban. Un escalofrío recorrió su espina dorsal. Su corazón
dejó de latir como si se hubiera separado de su organismo. Dieron
en silencio un centenar de pasos más. El desconocido no le
miraba.
-Pero ¿qué dice usted? ¿Quién... quién es un asesino? -balbuceó
al fin Raskolnikof, con voz apenas perceptible.
-Tú, tú eres un asesino -respondió el desconocido, articulando las
palabras más claramente todavía.
Con una mirada triunfal y llena de odio, miró el rostro pálido y
los ojos vidriosos de Raskolnikof. Entre tanto, habían llegado a
una travesía. El desconocido dobló por ella y continuó su camino
sin volverse. Raskolnikof se quedó clavado en el suelo, siguiendo
al hombre con la vista. Éste se volvió para mirar al joven, que
continuaba sin hacer el menor movimiento. La distancia no
permitía distinguir sus rasgos, pero Raskolnikof creyó advertir que
aquel hombre sonreía aún con su sonrisa glacial y llena de un odio
triunfante.
Transido de espanto, temblándole las piernas, Raskolnikof volvió
como pudo a su casa y subió a su habitación. Se quitó la gorra, la
dejó sobre la mesa y permaneció inmóvil durante diez minutos. Al
fin, ya en el límite de sus fuerzas, se dejó caer en el diván y se
extendió penosamente, con un débil suspiro. Cerró los ojos y así
estuvo una media hora.
No pensaba en nada concreto: sólo pasaban por su imaginación
retazos de ideas, imágenes vagas que se hacinaban en desorden,
rostros que había conocido en su infancia, fisonomías vistas una
sola vez, casualmente, y que en otras circunstancias no habría
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