Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
-Pues es raro, porque ¿quién no se cree hoy en Rusia un Mahoma
o un Napoleón? -exclamó Porfirio, empleando de súbito un tono
exageradamente familiar.
Incluso el acento que había empleado para pronunciar estas
palabras era singularmente explícito.
De súbito, Zamiotof preguntó desde su rincón:
-¿No sería un futuro Napoleón el que mató a hachazos la semana
pasada a Alena Ivanovna?
Raskolnikof seguía mirando a Porfirio Petrovitch con firme fijeza.
No dijo nada. Rasumikhine había fruncido las cejas. Desde hacía
un momento sospechaba algo que le hizo mirar furiosamente a un
lado y a otro. Hubo un minuto de penoso silencio. Raskolnikof se
dispuso a marcharse.
-¿Ya se va usted? -exclamó Porfirio Petrovitch con extrema
amabilidad y tendiendo la mano al joven-. Estoy encantado de
haberle conocido. En cuanto a su petición, puede estar tranquilo.
Haga usted el requerimiento por escrito tal como le he indicado.
Sin embargo, sería preferible que viniera a verme a la comisaría
un día de éstos..., mañana, por ejemplo. A las once estaré allí. Lo
arreglaremos todo y hablaremos. Como usted fue uno de los
últimos que visitó aquella casa -añadió en tono amistoso-, tal vez
pueda aclararnos algo.
-Lo que usted pretende es interrogarme en toda regla, ¿no es
así? -preguntó rudamente Raskolnikof.
-Nada de eso. ¿Por qué? Por el momento, no hace falta. No me
ha com