Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
-Bien; me ha tranquilizado usted, cuando menos por esta parte.
Pero hay otra cosa que me inquieta. Dígame: ¿son muchos esos
individuos que tienen derecho a estrangular a los otros, es decir,
esos hombres extraordinarios? Desde luego, yo estoy dispuesto a
inclinarme ante ellos, pero no me negará usted que uno no puede
estar tranquilo ante la idea de que tal vez sean muy numerosos.
-¡Oh! No se preocupe tampoco por eso -dijo Raskolnikof sin
cambiar de tono-. Son muy pocos, poquísimos, los hombres
capaces de encontrar una idea nueva e incluso de decir algo
nuevo. De lo que no hay duda es de que la distribución de los
individuos en las categorías y subdivisiones que observamos en la
especie humana está estrictamente determinada por alguna ley de
la naturaleza. Esta ley está vedada todavía a nuestro
conocimiento, pero yo creo que existe y que algún día se nos
revelará. La enorme masa de individuos que forma lo que solemos
llamar el rebaño, sólo vive para dar al mundo, tras largos
esfuerzos y misteriosos cruces de razas, un hombre que, entre
mil, posea cierta independencia, o un hombre entre diez mil, o
entre cien mil, que eso depende del grado de elevación de la
independencia (estas cifras son únicamente aproximadas). Sólo
surge un hombre de genio entre millones de individuos, y millares
de millones de hombres pasan sobre la corteza terrestre antes de
que aparezca una de esas inteligencias capaces de cambiar la faz
del mundo. Desde luego, yo no me he asomado a la retorta donde
se elabora todo eso, pero no cabe duda de que esta ley existe,
porque debe existir, porque en esto no interviene para nada el
azar.
-¿Estáis bromeando? -exclamó Rasumikhine-. ¿Os burláis el uno
del otro? Os estáis lanzando pulla tras pulla. Tú no hablas en
serio, Rodia.
Raskolnikof no contestó a su amigo. Levantó hacia él su pálido y
triste rostro, y Rasumikhine, al ver aquel semblante lleno de
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