Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
temblar, a gritar, y se arrojó en brazos de su hermana, convulso y
aterrado. La niña mayor temblaba como una hoja.
-¡Todo, todo se lo ha bebido! -gritaba, desesperada, la pobre
mujer-. ¡Y estas ropas no son las suyas! ¡Están hambrientos!
-señalaba a los niños, se retorcía los brazos-. ¡Maldita vida!
De pronto se encaró con Raskolnikof.
-¿Y a ti no te da vergüenza? ¡Vienes de la taberna! ¡Has bebido
con él! ¡Fuera de aquí!
El joven, sin decir nada, se apresuró a marcharse. La puerta
interior acababa de abrirse e iban asomando caras cínicas y
burlonas, bajo el gorro encasquetado y con el cigarrillo o la pipa
en la boca. Unos vestían batas caseras; otros, ropas de verano
ligeras hasta la indecencia. Algunos llevaban las cartas en la
mano. Se echaron a reír de buena gana al oír decir a Marmeladof
que los tirones de pelo eran para él una delicia. Algunos entraron
en la habitación. Al fin se oyó una voz silbante, de mal agüero.
Era Amalia Ivanovna Lipevechsel en persona, que se abrió paso
entre los curiosos, para restablecer el orden a su manera y
apremiar por centésima vez a la desdichada mujer, brutalmente y
con palabras injuriosas, a dejar la habitación al mismo día
siguiente.
Antes de salir, Raskolnikof había tenido tiempo de Ilevarse la
mano al bolsillo, coger las monedas que le quedaban del rublo que
había cambiado en la taberna y dejarlo, sin que le viesen, en el
alféizar de la ventana. Después, cuando estuvo en la escalera, se
arrepintió de su generosidad y estuvo a punto de volver a subir.
«¡Qué estupidez he cometido! -pensó-. Ellos tienen a Sonia, y yo
no tengo quien me ayude.»
Luego se dijo que ya no podía volver a recoger el dinero y que,
aunque hubiese podido, no lo habría hecho, y decidió volverse a
casa.
«Sonia necesita cremas -siguió diciéndose, con una risita
sarcástica, mientras iba por la calle-. Es una limpieza que cuesta
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