Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
-Me fastidiaron insoportablemente -dijo Raskolnikof, dirigiéndose
a Porfirio con una sonrisa burlona, insolente, retadora-. Huí para ir
a alquilar una habitación donde no pudieran encontrarme. Y
llevaba en el bolsillo una buena cantidad de dinero. El señor
Zamiotof lo sabe porque lo vio. Por lo tanto, señor Zamiotof, le
ruego que resuelva usted nuestra disputa. Diga: ¿estaba delirando
o conservaba mi sano juicio?
De buena gana habría estrangulado a Zamiotof, tanto le irritaron
su silencio y sus miradas equívocas.
-Me pareció -dijo al fin Zamiotof secamente- que hablaba usted
como un hombre razonable; es más, como un hombre...
prudente; sí, prudente. Pero también parecía usted algo
exasperado.
-Y hoy -intervino Porfirio Petrovitch- Nikodim Fomitch me ha
contado que le vio ayer, a hora muy avanzada, en casa de un
funcionario que acababa de ser atropellado por un coche.
-¡Ahí tenemos otra prueba! -exclamó al punto Rasumikhine-. ¿No
es cierto que te condujiste como un loco en casa de ese
desgraciado? Entregaste todo el dinero a la viuda para el entierro.
Bien que la socorrieras, que le dieses quince, hasta veinte rublos,
con lo que te habrían quedado cinco para ti; pero no todo lo que
tenías...
-A lo mejor, es que me he encontrado un tesoro. Esto justificaría
mi generosidad. Ahí tienes al señor Zamiotof, que cree que, en
efecto, me lo he encontrado...
Y añadió, dirigiéndose a Porfirio Petrovitch, con los labios
temblorosos:
-Perdone que le hayamos molestado durante media hora con una
charla tan inútil. Está usted abrumado, ¿verdad?
-¡Qué disparate! Todo lo contrario. Usted no sabe hasta qué
extremo me interesa su compañía. Me encanta verle y oírle...
Celebro de veras, puede usted creerme, que al fin se haya
decidido a venir.
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