Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
-¡Estás muy equivocado! ¡No me has entendido! Yo no he
pensado nada de lo que dices, sino todo lo contrario -protestó,
desolado, Rasumikhine.
«¿Lo habré hecho bien? ¿No habré exagerado? -pensó
Raskolnikof, temblando de inquietud-. ¿Por qué habré dicho eso
de "Ya sabes cómo son las mujeres"?»
-¿De modo que su madre ha venido a verle? -preguntó Porfirio
Petrovitch.
-Sí.
-¿Y cuándo ha llegado?
-Ayer por la tarde.
Porfirio no dijo nada: parecía reflexionar.
-Sus objetos no pueden haberse perdido -manifestó al fin,
tranquilo y fríamente-. Hace tiempo que esperaba su visita.
Dicho esto, se volvió con toda naturalidad hacia Rasumikhine,
que estaba echando sobre la alfombra la ceniza de su cigarrillo, y
le acercó un cenicero. Raskolnikof se había estremecido, pero el
juez instructor, atento al cigarrillo de Rasumikhine, no pareció
haberlo notado.
-¿Dices que lo esperabas? -preguntó Rasumikhine a Porfirio
Petrovitch-. ¿Acaso sabías que tenía cosas empeñadas?
Porfirio no le respondió, sino que habló a Raskolnikof
directamente:
-Sus dos objetos, la sortija y el reloj, estaban en casa de la
víctima, envueltos en un papel sobre el cual se leía el nombre de
usted, escrito claramente con lápiz y, a continuación, la fecha en
que la prestamista había recibido los objetos.
-¡Qué memoria tiene usted! -exclamó Raskolnikof iniciando una
sonrisa.
Ponía gran empeño en fijar su mirada serenamente en los ojos
del juez, pero no pudo menos de añadir:
-He hecho esta observación porque supongo que los propietarios
de objetos empeñados son muy numerosos y lo natural sería que
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