Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
-¿Puedo escribirle en papel corriente? -le interrumpió
Raskolnikof, con el propósito de seguir demostrando que sólo le
interesaba el aspecto práctico de la cuestión.
-Sí, el papel no importa.
Dicho esto, Porfirio Petrovitch adoptó una expresión francamente
burlona. Incluso guiñó un ojo como si hiciera un signo de
inteligencia a Raskolnikof. Acaso esto del signo fue simplemente
una ilusión del joven, pues todo transcurrió en un segundo. Sin
embargo, algo debía de haber en aquel gesto. Que le había
guiñado un ojo era seguro. ¿Con qué intención? Eso sólo el diablo
lo sabía.
«Este hombre sabe algo, pensó en el acto Raskolnikof. Y dijo en
voz alta, un tanto desconcertado:
-Perdone que le haya molestado por tan poca cosa. Esos objetos
sólo valen unos cinco rublos, pero como recuerdos tienen un gran
valor para mi. Le confieso que sentí gran inquietud cuando supe...
-Eso explica que ayer te estremecieras al oírme decir a Zosimof
que Porfirio estaba interrogando a los propietarios de los objetos
empeñados --exclamó Rasumikhine con una segunda intención
evidente.
Esto era demasiado. Raskolnikof no pudo contenerse y lanzó a su
amigo una mirada furiosa. Pero en seguida se sobrepuso.
-Tú todo lo tomas a broma -dijo con una irritación que no tuvo
que fingir-. Admito que me preocupan profundamente cosas que
para ti no tienen importancia, pero esto no es razón para que me
consideres egoísta e interesado, pues repito que esos dos objetos
tan poco valiosos tienen un gran valor para mí. Hace un momento
te he dicho que ese reloj de plata es el único recuerdo que
tenemos de mi padre. Búrlate si quieres, pero mi madre acaba de
llegar -manifestó dirigiéndose a Porfirio-, y si se enterase
-continuó, volviendo a hablar a Rasumikhine y procurando que la
voz le temblara de que ese reloj se había perdido, su
desesperación no tendría límites. Ya sabes cómo son las mujeres.
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