Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
Y se echó a reír de buena gana: había recobrado de súbito su
habitual buen humor.
-¡Basta de tonterías! -dijo, acercándose alegremente a Porfirio
Petrovitch-. Sois todos unos imbéciles... Bueno, vamos a lo que
interesa. Te presento a mi amigo Rodion Romanovitch
Raskolnikof, que ha oído hablar mucho de ti y deseaba conocerte.
Además, quiere hablar contigo de cierto asuntillo... ¡Hombre,
Zamiotof! ¿Cómo es que estás aquí? Esto prueba que conoces a
Porfirio Petrovitch. ¿Desde cuándo?
«¿Qué significa todo esto?, se dijo, inquieto, Raskolnikof.
Zamiotof se sentía un poco violento.
-Nos conocimos anoche en tu casa -respondió.
-No cabe duda de que Dios está en todas partes. Imagínate,
Porfirio, que la semana pasada me rogó insistentemente que te lo
presentase, y vosotros habéis trabado conocimiento prescindiendo
de mí. ¿Dónde tienes el tabaco?
Porfirio Petrovitch iba vestido con ropa de casa: bata, camisa
blanquísima y unas zapatillas viejas. Era un hombre de treinta y
cinco años, de talla superior a la media, bastante grueso e incluso
con algo de vientre. Iba perfectamente afeitado y no llevaba
bigote ni patillas. Su cabello, cortado al rape, coronaba una
cabeza grande, esférica y de abultada nuca. Su cara era redonda,
abotagada y un poco achatada; su tez, de un amarillo fuerte,
enfermizo. Sin embargo, aquel rostro denunciaba un humor agudo
y un tanto burlón. Habría sido una cara incluso simpática si no lo
hubieran impedido sus ojos, que brillaban extrañamente, cercados
por unas pestañas casi blancas y unos párpados que pestañeaban
de continuo. La expresión de esta mirada contrastaba
extrañamente con el resto de aquella fisonomía casi afeminada y
le prestaba una seriedad que no se percibía en el primer
momento.
Apenas supo que Raskolnikof tenía que tratar cierto asunto con
él, Porfirio Petrovitch le invitó a sentarse en el sofá. Luego se
StudioCreativo ¡Puro Arte!
Página 306