Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
observar que la joven iba ensimismada. Sonia llegó a la casa en
que vivía y cruzó el portal. Él entró tras ella un tanto asombrado.
La joven se internó en el patio y luego en la escalera de la
derecha, que era la que conducía a su habitación. El desconocido
lanzó una exclamación de sorpresa y empezó a subir la misma
escalera que Sonia. Sólo en este momento se dio cuenta la joven
de que la seguían.
Sonia llegó al tercer piso, entró en un corredor y llamó en una
puerta que ostentaba el número 9 y dos palabras escritas con
tiza: «Kapernaumof, sastre.»
-¡Qué casualidad! -exclamó el desconocido.
Y llamó a la puerta vecina, la señalada con el número 8. Entre
ambas puertas había una distancia de unos seis pasos.
-¿De modo que vive usted en casa de Kapernaumof? -dijo el
caballero alegremente-. Ayer me arregló un chaleco. Además, soy
vecino de usted: vivo en casa de la señora Resslich Gertrudis
Pavlovna. El mundo es un pañuelo.
Sonia le miró fijamente.
-Sí, somos vecinos -continuó el caballero, con desbordante
jovialidad-. Estoy en Petersburgo desde hace sólo dos días. Para
mí será un placer volver a verla.
Sonia no contestó. En este momento le abrieron la puerta, y
entró en su habitación. Estaba avergonzada y atemorizada.
Rasumikhine daba muestras de gran agitación cuando iba en
busca de Porfirio Petrovitch, acompañado de Rodia.
-Has tenido una gran idea, querido, una gran idea -dijo varias
veces-. Y créeme que me alegro, que me alegro de veras.
«¿Por qué se ha de alegrar?», se preguntó Raskolnikof.
-No sabía que tú también empeñabas cosas en casa de la vieja.
¿Hace mucho tiempo de eso? Quiero decir que si hace mucho
tiempo que has estado en esa casa por última vez.
«Es muy listo, pero también muy ingenuo», se dijo Raskolnikof.
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