Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
Entonces dirigió a los tres, y especialmente a Raskolnikof, al que
se había dirigido Sonia, una rápida pero atenta mirada, y después
levantó la vista y anotó el número de la casa. Hizo todo esto en un
abrir y cerrar de ojos y de modo que no fue advertido por nadie.
Luego se alejó y fue acortando el paso, como quien quiere dar
tiempo a que otro lo alcance. Había visto que Sonia se despedía
de sus dos amigos y dedujo que se encaminaría a su casa.
«¿Dónde vivirá? -pensó-. Yo he visto a esta muchacha en alguna
parte. Procuraré recordar.»
Cuando llegó a la primera bocacalle, pasó a la esquina de
enfrente y se volvió, pudiendo advertir que la muchacha había
seguido la misma dirección que él sin darse cuenta de que la
espiaban. La joven llegó a la travesía y se internó por ella, sin
cruzar la calzada. El desconocido continuó su persecución por la
acera opuesta, sin perder de vista a Sonia, y cuando habían
recorrido unos cincuenta pasos, él cruzó la calle y la siguió por la
misma acera, a unos cinco pasos de distancia.
Era un hombre corpulento, que representaba unos cincuenta
años y cuya estatura superaba a la normal. Sus anchos y macizos
hombros le daban el aspecto de un hombre cargado de espaldas.
Iba vestido con una elegancia natural que, como todo su
continente, denunciaba al gentilhombre. Llevaba un bonito bastón
que resonaba en la acera a cada paso y unos guantes nuevos. Su
amplio rostro, de pómulos salientes, tenía una expresión
simpática, y su fresca tez evidenciaba que aquel hombre no
residía en una ciudad. Sus tupidos cabellos, de un rubio claro,
apenas empezaban a encanecer. Su poblada y hendida barba,
todavía más clara que sus cabellos; sus azules ojos, de mirada fija
y pensativa, y sus rojos labios, indicaban que era un hombre
superiormente conservado y que parecía más joven de lo que era
en realidad.
Cuando Sonia desembocó en el malecón, quedaron los dos solos
en la acera. El desconocido había tenido tiempo sobrado para
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