Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
Rodia estrechó fuertemente la mano de su hermana. Dunetchka
le sonrió, enrojeció, libertó con un rápido movimiento su mano y
siguió a su madre. También ella se sentía feliz.
-¡Todo ha salido a pedir de boca! -dijo Raskolnikof, volviendo al
lado de Sonia, que se había quedado en el aposento, y mirándola
con un gesto de perfecta calma, añadió-: Que el Señor dé paz a
los muertos y deje vivir a los vivos. ¿No te parece, no te parece?
Di, ¿no te parece?
Sonia advirtió, sorprendida, que el semblante de Raskolnikof se
iluminaba súbitamente. Durante unos segundos, el joven la
observó en silencio y atentamente. Todo lo que su difunto padre le
había contado de ella acudió de pronto a su memoria...
-¡Dios mío! -exclamó Pulqueria Alejandrovna apenas llegó con su
hija a la calle-. ¡A quien se le diga que me alegro de haber salido
de esta casa...! ¡He respirado, Dunetchka! ¡Quién me había de
decir, cuando estaba en el tren, que me alegraría de separarme
de mi hijo!
-Piensa que está enfermo, mamá. ¿No lo ves? Acaso ha perdido
la salud a fuerza de sufrir por nosotras. Hemos de ser indulgentes
con él. Se le pueden perdonar muchas cosas, muchas cosas...
-Sin embargo, tú no has sido comprensiva -dijo amargamente
Pulqueria Alejandrovna-. Hace un momento os observaba a los
dos. Os parecéis como dos gotas de agua, y no tanto en lo físico
como en lo moral. Los dos sois severos e irascibles, pero también
arrogantes y nobles. Porque él no es egoísta, ¿verdad,
Dunetchka...? Cuando pienso en lo que puede ocurrir esta noche
en casa, se me hiela el corazón.
-No te preocupes, mamá: sólo sucederá lo que haya de suceder.
-Piensa en nuestra situación, Dunetchka. ¿Qué ocurrirá si Piotr
Petrovitch renuncia a ese matrimonio? -preguntó indiscretamente.
-Sólo un hombre despreciable puede ser capaz de semejante
acción -repuso Dunetchka con gesto brusco y desdeñoso.
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