Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
-Que has logrado a costa de tantos sacrificios -terminó Avdotia
Romanovna.
-Ayer su estado no era normal -dijo Rasumikhine, pensativo-.
Sería interesante saber lo que hizo ayer en la taberna... En efecto,
me habló de un muerto y de una joven, cuando le acompañaba a
su casa; pero no comprendí ni una palabra. Ayer también estaba
yo...
-Lo mejor, mamá, será que vayamos ahora mismo a casa de
Rodia. Allí veremos lo que conviene hacer. Además, ya es Zora de
que nos marchemos. ¡Más de las diez! -exclamó la joven después
de echar una ojeada al precioso reloj de oro guarnecido de
esmaltes que pendía de su cuello, prendido a una fina cadena de
estilo veneciano. Esta joya contrastaba singularmente con el resto
de su atavío. «Un regalo de su prometido», pensó Rasumikhine.
-Sí, Dunetchka, ya es hora -dijo Pulqueria Alejandrovna, aturdida
e inquieta-; ya es hora de que nos vayamos. Al ver que no
llegamos, podría creer que estamos disgustadas con él por la
escena de anoche. ¡Dios mío, Dios mío...!
Mientras hablaba se ponía apresuradamente el sombrero y la
mantilla. Dunetchka se compuso también. Sus guantes estaban no
solamente desgastados, sino agujereados, como pudo ver
Rasumikhine. Sin embargo, esta evidente pobreza daba a las dos
damas un aire de especial dignidad, como es corriente en las
personas que saben llevar vestidos humildes. Rasumikhine
contemplaba a Avdotia Romanovna con veneración y se sentía
orgulloso ante la idea de acompañarla. Y pensaba que la reina que
se arreglaba las medias en la prisión debía de tener más majestad
en ese momento que cuando aparecía en espléndidas fiestas y
magníficos desfiles.
-¡Dios mío! -exclamó Pulqueria Alejandrovna-. Nunca me habría
imaginado que pudiera causarme temor una entrevista con mi
hijo, con mi querido Rodia. Pues la temo, Dmitri Prokofitch
-añadió, dirigiendo al joven una tímida mirada.
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