Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
Ese Zosimof temía que Rodia perdiera la razón. Por eso les he
dicho que no deben contrariarle.
-Pero ¿qué dice usted? -exclamó la madre.
-¿De veras ha dicho eso el doctor? -preguntó Avdotia
Romanovna, aterrada.
-Lo ha dicho, pero no es verdad. No, no lo es. Incluso le ha dado
unos sellos; yo lo he visto. Cuando se los daba, ya debían de
haber llegado ustedes... Por cierto que habría sido preferible que
llegasen mañana... Hemos hecho bien en marcharnos... Dentro de
una hora, como les he dicho, el mismo Zosimof irá a darles
noticias... Y él no estará bebido, y yo tampoco lo estaré
entonces... Pero ¿saben por qué he bebido tanto? Porque esos
malditos me han obligado a discutir... ¡Y eso que me había jurado
a mí mismo no tomar parte jamás en discusiones...! Pero ¡dicen
unas cosas tan absurdas...! He estado a punto de pegarles. He
dejado a mi tío en mi lugar para que los atienda... Aunque no lo
crean ustedes, son partidarios de la impersonalidad. No hay que
ser jamás uno mismo. Y a esto lo consideran el colmo del
progreso. Si los disparates que dicen fueran al menos originales...
Pero no...
-Óigame -dijo tímidamente Pulqueria Alejandrovna. Pero con esta
interrupción no consiguió sino enardecer más todavía a
Rasumikhine.
-No, no son originales -prosiguió el joven, levantando más aún la
voz-. ¿Y qué creen ustedes: que yo les detesto porque dicen esos
absurdos? Pues no: me gusta que se equivoquen. En esto radica
la superioridad del hombre sobre los demás organismos. Así llega
uno a la verdad. Yo soy un hombre, y lo soy precisamente porque
me equivoco. Nadie llega a una verdad sin haberse equivocado
catorce veces, o ciento catorce, y esto es, acaso, un honor para el
género humano. Pero no sabemos ser originales ni siquiera para
equivocarnos. Un error original acaso valga más que una verdad
insignificante. La verdad siempre se encuentra; en cambio, la vida
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