Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
cuando acompañaba a Raskolnikof, estaba muy hablador (se daba
perfecta cuenta de ello), pero fresco y despejado, a pesar de lo
mucho que había bebido. Ahora sentía una especie de exaltación:
el vino ingerido parecía actuar de nuevo en él, y con redoblado
efecto. Había cogido a las dos mujeres de la mano y les hablaba
con una vehemencia y una desenvoltura extraordinarias. Casi a
cada palabra, sin duda para mostrarse más convincente, les
apretaba la mano hasta hacerles daño, y devoraba a Avdotia
Romanovna con los ojos del modo más impúdico. A veces, sin
poder soportar el dolor, las dos mujeres libraban sus dedos de la
presión de las enormes y huesudas manos; pero él no se daba
cuenta y seguía martirizándolas con sus apretones. Si en aquel
momento ellas le hubieran pedido que se arrojara de cabeza por
la escalera, él lo habría hecho sin discutir ni vacilar. Pulqueria
Alejandrovna no dejaba de advertir que Rasumikhine era un
hombre algo extravagante y que le apretaba demasiado
enérgicamente la mano, pero la actitud y el estado de su hijo la
tenían tan trastornada, que no quería prestar atención a los
extraños modales de aquel joven que había sido para ella la
Providencia en persona.
Avdotia Romanovna, aun compartiendo las inquietudes de su
madre respecto a Rodia, y aunque no fuera de temperamento
asustadizo, estaba sorprendida e incluso atemorizada al ver fijarse
en ella las miradas ardorosas del amigo de su hermano, y sólo la
confianza sin límites que le habían infundido los relatos de
Nastasia acerca de aquel joven le permitía resistir a la tentación
de huir arrastrando con ella a su madre.
Además, comprendía que no podían hacer tal cosa en aquellas
circunstancias. Y, por otra parte, su intranquilidad desapareció al
cabo de diez minutos. Rasumikhine, fuera cual fuere el estado en
que se encontrase, se manifestaba tal cual era desde el primer
momento, de modo que quien lo trataba sabía en el acto a qué
atenerse.
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