Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
Raskolnikof no le contestó, acaso porque ya no le quedaban
fuerzas.
Se había echado en el diván y se había vuelto de cara a la pared,
completamente extenuado. Avdotia Romanovna miró atentamente
a Rasumikhine. Sus negros ojos centellearon, y Rasumikhine se
estremeció bajo aquella mirada. Pulqueria Alejandrovna estaba
perpleja.
-No puedo marcharme -murmuró a Rasumikhine, desesperada-.
Me quedaré aquí, en cualquier rincón. Acompañe a Dunia.
-Con eso no hará sino empeorar las cosas -respondió
Rasumikhine, también en voz baja y fuera de sí-. Salgamos a la
escalera. Nastasia, alúmbranos. Le juro -continuó a media voz
cuando hubieron salido- que ha estado a punto de pegarnos al
doctor y a mí. ¿Comprende usted? ¡Incluso al doctor! Éste ha
cedido por no irritarle, y se ha marchado. Yo me he ido al piso de
abajo, a fin de vigilarle desde allí. Pero él ha procedido con gran
habilidad y ha logrado salir sin que yo le viese. Y si ahora se
empeña usted en seguir irritándole, se irá igualmente, o intentará
suicidarse.
-¡Oh! ¿Qué dice usted?
-Por otra parte, Avdotia Romanovna no puede permanecer sola
en ese fonducho donde se hospedan ustedes. Piense que están en
uno de los lugares más bajos de la ciudad. Ese bribón de Piotr
Petrovitch podía haberles buscado un alojamiento más
conveniente... ¡Ah! Estoy un poco achispado, ¿sabe? Por eso
empleo palabras demasiado... expresivas. No haga usted
demasiado caso.
-Iré a ver a la patrona -dijo Pulqueria Alejandrovna- y le
suplicaré que nos dé a Dunia y a mí un rincón cualquiera para
pasar la noche. No puedo dejarlo así, no puedo.
Hablaban en el rellano, ante la misma puerta de la patrona.
Nastasia permanecía en el último escalón, con una luz en la mano.
Rasumikhine daba muestras de gran agitación. Media hora antes,
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