Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
Su madre y su hermana, en cambio, no cesaban de abrazarlo, de
estrujarlo, de llorar, de reír... Él dio un paso, vaciló y rodó por el
suelo, desvanecido.
Gran alarma, gritos de horror, gemidos. Rasumikhine, que se
había quedado en el umbral, entró presuroso en la habitación,
levantó al enfermo con sus atléticos brazos y, en un abrir y cerrar
de ojos, lo depositó en el diván.
-¡No es nada, no es nada! -gritaba a la hermana y a la madre-.
Un simple mareo. El médico acaba de decir que está muy
mejorado y que se curará por completo... Traigan un poco de
agua... Miren, ya recobra el conocimiento.
Atenazó la mano de Dunetchka tan vigorosamente como si
pretendiera triturársela y obligó a la joven a inclinarse para
comprobar que, efectivamente, su hermano volvía en sí.
Tanto la hermana como la madre miraban a Rasumikhine con
tierna gratitud, como si tuviesen ante sí a la misma Providencia.
Sabían por Nastasia lo que había sido para Rodia, durante toda la
enfermedad,
aquel
«avispado
joven»,
como
Pulqueria
Alejandrovna Raskolnikof le llamó aquella misma noche en una
conversación íntima que sostuvo con su hija Dunia.
TERCERA PARTE
I
Raskolnikof se levantó y quedó sentado en el diván. Con un leve
gesto indicó a Rasumikhine que suspendiera el torrente de su
elocuencia desordenada y las frases de consuelo que dirigía a su
hermana y a su madre. Después, cogiendo a las dos mujeres de la
mano, las observó en silencio, alternativamente, por espacio de
dos minutos cuando menos. Esta mirada inquietó profundamente
a la madre: había en ella una sensibilidad tan fuerte, que
resultaba dolorosa. Pero, al mismo tiempo, había en aquellos ojos
una fijeza de insensatez. Pulqueria Alejandrovna se echó a llorar.
StudioCreativo ¡Puro Arte!
Página 240