Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
-Eso ya lo sé. Pero quiero estrecharte aquí la mano y decirte
adiós. Vamos, dame la mano y digámonos adiós.
-Pero ¿qué demonios te pasa, Rodia?
-Nada. Vamos. Lo verás por tus propios ojos.
Empezaron a subir los últimos escalones, mientras Rasumikhine
no podía menos de pensar que Zosimof tenía tal vez razón.
«A lo mejor, lo he trastornado con mi charla se dijo.
Ya estaban cerca de la puerta, cuando, de súbito, oyeron voces
en la habitación.
-Pero ¿qué pasa? -exclamó Rasumikhine.
Raskolnikof cogió el picaporte y abrió la puerta de par en par. Y
cuando hubo abierto, se quedó petrificado. Su madre y su
hermana estaban sentadas en el diván. Le esperaban desde hacía
hora y media. ¿Cómo se explicaba que Raskolnikof no hubiera
pensado ni remotamente que podía encontrarse con ellas, siendo
así que aquel mismo día le habían anunciado dos veces su
inminente llegada a Petersburgo?
Durante la hora y media de espera, las dos mujeres no habían
cesado de hacer preguntas a Nastasia, que estaba aún ante ellas y
las había informado de todo cuanto sabía acerca de Raskolnikof.
Estaban aterradas desde que la sirvienta les había dicho que el
huésped había salido de casa enfermo y seguramente bajo los
efectos del delirio.
-Señor..., ¿qué será de él?
Y lloraban las dos. Habían sufrido lo indecible durante la larga
espera.
Un grito de alegría acogió a Raskolnikof. Las dos mujeres se
arrojaron sobre él. Pero él permanecía inmóvil, petrificado, como
si repentinamente le hubieran arrancado la vida. Un pensamiento
súbito, insoportable, lo había fulminado. Raskolnikof no podía
levantar los brazos para estrecharlas entre ellos. No podía, le era
materialmente imposible.
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