Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
los perjuicios materiales que le han ocasionado al privarla de su
sostén.
-¡No me comprende usted! -exclamó Catalina Ivanovna con una
mezcla de irritación y desaliento-. ¿Por qué me han de
indemnizar? Ha sido él el que, en su inconsciencia de borracho, se
ha arrojado bajo las patas de los caballos. Por otra parte, ¿de qué
sostén habla usted? Él no era un sostén para nosotros, sino una
tortura. Se lo bebía todo. Se llevaba el dinero de la casa para
malgastarlo en la taberna. Se bebía nuestra sangre. Su muerte ha
sido para nosotros una ventura, una economía.
-Hay que perdonar al que muere. Esos sentimientos son un
pecado, señora, un gran pecado.
Mientras hablaba con el pope, Catalina Ivanovna no cesaba de
atender a su marido. Le enjugaba el sudor y la sangre que
manaban de su cabeza, le arreglaba las almohadas, le daba de
beber, todo ello sin dirigir ni una mirada a su interlocutor. La
última frase del sacerdote la llenó de ira.
-Padre, eso son palabras y nada más que palabras...
¡Perdonar...! Si no le hubiesen atropellado, esta noche habría
vuelto borracho, llevando sobre su cuerpo la única camisa que
tiene, esa camisa vieja y sucia, y se habría echado en la cama
bonitamente para roncar, mientras yo habría tenido que estar
trajinando toda la noche. Habría tenido que lavar sus harapos y
los de los niños; después, ponerlos a secar en la ventana, y,
finalmente, apenas apuntara el día, los habría tenido que
remendar. ¡Así habría pasado yo la noche! No, no quiero oír
hablar de perdón... Además, ya le he perdonado.
Un violento ataque de tos le impidió continuar. Escupió en su
pañuelo y se lo mostró al sacerdote con una mano mientras con la
otra se apretaba el pecho convulsivamente. El pañuelo estaba
manchado de sangre.
EL sacerdote bajó la cabeza y nada dijo.
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