Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
Marmeladof agonizaba. No apartaba los ojos de Catalina
Ivanovna, que se había inclinado nuevamente sobre él. El
moribundo quería decir algo a su esposa y movía la lengua, pero
de su boca no salían sino sonidos inarticulados. Catalina Ivanovna,
comprendiendo que quería pedirle perdón, le gritó con acento
imperioso:
-¡Calla! No hace falta que digas nada. Ya sé lo que quieres
decirme.
El agonizante renunció a hablar, pero en este momento su
errante mirada se dirigió a la puerta y descubrió a Sonia.
Marmeladof no había advertido aún su presencia, pues la joven
estaba arrodillada en un rincón oscuro.
-¿Quién es? ¿Quién es? -preguntó ansiosamente, con voz
ahogada y ronca, indicando con los ojos, que expresaban una
especie de horror, la puerta donde se hallaba su hija. Al mismo
tiempo intentó incorporarse.
-¡Quieto! ¡Quieto! -exclamó Catalina Ivanovna.
Pero él, con un esfuerzo sobrehumano, consiguió incorporarse y
permanecer unos momentos apoyado sobre sus manos. Entonces
observó a su hija con amarga expresión, fijos y muy abiertos los
ojos. Parecía no reconocerla. Jamás la había visto vestida de aquel
modo. Allí estaba Sonia, insignificante, desesperada, avergonzada
bajo sus oropeles, esperando humildemente que le llegara el turno
de decir adiós a su padre. De súbito, el rostro de Marmeladof
expresó un dolor infinito.
-¡Sonia, hija mía, perdóname! -exclamó.
Y al intentar tender sus brazos hacia ella, perdió su punto de
apoyo y cayó pesadamente del diván, quedando con la faz contra
el suelo. Todos se apresuraron a recogerlo y a depositarlo
nuevamente en el diván. Pero aquello era ya el fin. Sonia lanzó un
débil grito, abrazó a su padre y quedó como petrificada, con el
cuerpo inanimado entre sus brazos. Así murió Marmeladof.
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