Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
cambiado con él una mirada significativa. Raskolnikof rogó al
médico que no se marchara todavía. El doctor accedió,
encogiéndose de hombros.
Se apartaron todos del herido. La confesión fue breve. El
moribundo no podía comprender nada. Lo único que podía hacer
era emitir confusos e inarticulados sonidos.
Catalina Ivanovna se llevó a Lidotchka y al niño a un rincón -el
de la estufa- y allí se arrodilló con ellos. La niña no hacía más que
temblar. El pequeñuelo, descansando con la mayor tranquilidad
sobre sus desnudas rodillitas, levantaba su diminuta mano y hacía
grandes signos de la cruz y profundas reverencias. Catalina
Ivanovna se mordía los labios y contenía las lágrimas. Ella
también rezaba y entre tanto, arreglaba de vez en cuando la
camisa de su hijito. Luego echó sobre los desnudos hombros de la
niña un pañuelo que sacó de la cómoda sin moverse de donde
estaba.
Los curiosos habían abierto de nuevo las puertas de
comunicación. En el vestíbulo se hacinaba una multitud cada vez
más compacta de espectadores. Todos los habitantes de la casa
estaban allí reunidos, pero ninguno pasaba del umbral. La escena
no recibía más luz que la de un cabo de vela.
En este momento, Polenka, la niña que había ido en busca de su
hermana, se abrió paso entre la multitud. Entró en la habitación,
jadeando a causa de su carrera, se quitó el pañuelo de la cabeza,
buscó a su madre con la vista, se acercó a ella y le dijo:
-Ya viene. La he encontrado en la calle.
Su madre la hizo arrodillar a su lado.
En esto, una muchacha se deslizó tímidamente y sin ruido a
través de la muchedumbre. Su aparición en la estancia, entre la
miseria, los harapos, la muerte y la desesperación, ofreció un
extraño contraste. Iba vestida pobremente, pero en su barata
vestimenta había ese algo de elegancia chillona propio de cierta
clase de mujeres y que revela a primera vista su condición.
StudioCreativo ¡Puro Arte!
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