Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
-¡Calla! -gritó Catalina Ivanovna, irritada-. Bien sabes por qué va
descalza.
-¡Bendito sea Dios! ¡Aquí está el médico! -exclamó Raskolnikof
alegremente.
Entró el doctor, un viejecito alemán, pulcramente vestido, que
dirigió en torno de él una mirada de desconfianza. Se acercó al
herido, le tomó el pulso, examinó atentamente su cabeza y
después, con ayuda de Catalina Ivanovna, le desabrochó la
camisa, empapada en sangre. Al descubrir su pecho, pudo verse
que estaba todo magullado y lleno de heridas. A la derecha tenía
varias costillas rotas; a la izquierda, en el lugar del corazón, se
veía una extensa mancha de color amarillo negruzco y aspecto
horrible. Esta mancha era la huella de una violenta patada del
caballo. El semblante del médico se ensombreció. El agente de
policía le había explicado ya que aquel hombre había quedado
prendido a la rueda de un coche y que el vehículo le había llevado
a rastras unos treinta pasos.
-Es inexplicable -dijo el médico en voz baja a Raskolnikof- que no
haya quedado muerto en el acto.
-En definitiva, ¿cuál es su opinión?
-Morirá dentro de unos instantes.
-Entonces, ¿no hay esperanza?
-Ni la más mínima... Está a punto de lanzar su último suspiro...
Tiene en la cabeza una herida gravísima... Se podría intentar una
sangría, pero, ¿para qué, si no ha de servir de nada? Dentro de
cinco o seis minutos como máximo, habrá muerto.
-Le ruego que pruebe a sangrarlo.
-Lo haré, pero ya le he dicho que no producirá ningún efecto,
absolutamente ninguno.
En esto se oyó un nuevo ruido de pasos. La multitud que llenaba
el vestíbulo se apartó y apareció un sacerdote de cabellos blancos.
Venía a dar la extremaunción al moribundo. Le seguía un agente
de la policía. El doctor le cedió su puesto, después de haber
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