Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
-¡Ah, Señor! ¡Dios mío! -exclamó golpeando sus manos una
contra otra-. Su marido borracho. Atropellamiento por caballo. Al
hospital, al hospital. Lo digo yo, la propietaria.
-¡Óigame, Amalia Ludwigovna! Debe usted pensar las cosas
antes de decirlas -comenzó Catalina Ivanovna con altivez (le
hablaba siempre en este tono, con objeto de que aquella mujer no
olvidara en ningún momento su elevada condición, y ni siquiera
ahora pudo privarse de semejante placer)-. Sí, Amalia
Ludwigovna...
-Ya le he dicho más de una vez que no me llamo Amalia
Ludwigovna. Yo soy Amal Iván.
-Usted no es Amal Iván, sino Amalia Ludwigovna, y como yo no
formo parte de su corte de viles aduladores, tales como el señor
Lebeziatnikof, que en este momento se está riendo detrás de la
puerta -se oyó, en efecto, una risita socarrona detrás de la puerta
y una voz que decía: «Se van a agarrar de las greñas-, la seguiré
llamando Amalia Ludwigovna. Por otra parte, a decir verdad, no sé
por qué razón le molesta que le den este nombre. Ya ve usted lo
que le ha sucedido a Simón Zaharevitch. Está muriéndose. Le
ruego que cierre esa puerta y no deje entrar a nadie. Que le
permitan tan sólo morir en paz. De lo contrario, yo le aseguro que
mañana mismo el gobernador general estará informado de su
conducta. El príncipe me conoce desde casi mi infancia y se
acuerda perfectamente de Simón Zaharevitch, al que ha hecho
muchos favores. Todo el mundo sabe que Simón Zaharevitch ha
tenido numerosos amigos y protectores. Él mismo, consciente de
su debilidad y cediendo a un sentimiento de noble orgullo, se ha
apartado de sus amistades. Sin embargo, hemos encontrado
apoyo en este magnánimo joven -señalaba a Raskolnikof-, que
posee fortuna y excelentes relaciones y al que Simón Zaharevitch
conocía desde su infancia. Y le aseguro a usted, Amalia
Ludwigovna...
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