Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
Entre tanto, la habitación se había ido llenando de curiosos de tal
modo, que ya no cabía en ella ni un alfiler. Los agentes se habían
marchado. Sólo había quedado uno que trataba de hacer
retroceder al público hasta el rellano de la escalera. Pero, al
mismo tiempo, los inquilinos de la señora Lipevechsel habían
dejado sus habitaciones para aglomerarse en el umbral de la
puerta interior y, al fin, irrumpieron en masa en la habitación del
herido.
Catalina Ivanovna se enfureció.
-¿Es que ni siquiera podéis dejar morir en paz a una persona?
-gritó a la muchedumbre de curiosos-. Esto es para vosotros un
espectáculo, ¿verdad? ¡Y venís con el cigarrillo en la boca!
-exclamó mientras empezaba a toser-. Sólo os falta haber venido
con el sombrero puesto... ¡Allí veo uno que lo lleva! ¡Respetad la
muerte! ¡Es lo menos que podéis hacer!
La tos ahogó sus palabras, pero lo que ya había dicho produjo su
efecto. Por lo visto, los habitantes de la casa la temían. Los
vecinos se marcharon uno tras otro con ese extraño sentimiento
de íntima satisfacción que ni siquiera el hombre más compasivo
puede menos de experimentar ante la desgracia ajena, incluso
cuando la víctima es un amigo estimado.
Una vez habían salido todos, se oyó decir a uno de ellos, tras la
puerta ya cerrada, que para estos casos estaban los hospitales y
que no había derecho a turbar la tranquilidad de una casa.
-¡Pretender que no hay derecho a morir! -exclamó Catalina
Ivanovna.
Y corrió hacia la puerta con ánimo de fulminar con su cólera a
sus convecinos. Pero en el umbral se dio de manos a boca con la
dueña de la casa en persona, la señora Lipevechsel, que acababa
de enterarse de la desgracia y acudía para restablecer el orden en
el departamento. Esta señora era una alemana que siempre
andaba con enredos y chismes.
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