Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
se encogió de hombros y entró en el establecimiento. Ya en la
escalera, se detuvo.
-¡Que se vaya al diablo! -murmuró-. Habla como un hombre
cuerdo y, sin embargo... Pero ¡qué imbécil soy! ¿Acaso los locos
no suelen hablar como personas sensatas?
Esto es lo que me parece que teme Zosimof -y se llevó el dedo a
la sien- ¿Y qué ocurrirá si...? No se le puede dejar solo. Es capaz
de tirarse al río... He hecho una tontería: no debí dejarlo.
Echó a correr en busca de Raskolnikof. Pero éste había
desaparecido sin dejar rastro. Rasumikhine regresó al Palacio de
Cristal para interrogar cuanto antes a Zamiotof.
Raskolnikof se había dirigido al puente de... Se internó en él, se
acodó en el pretil y su mirada se perdió en la lejanía. Estaba tan
débil, que le había costado gran trabajo llegar hasta allí. Sentía
vivos deseos de sentarse o de tenderse en medio de la calle.
Inclinado sobre el pretil, miraba distraído los reflejos sonrosados
del sol poniente, las hileras de casas oscurecidas por las sombras
crepusculares y a la orilla izquierda del río, el tragaluz de una
lejana buhardilla, incendiado por un último rayo de sol. Luego fijó
la vista en las aguas negras del canal y quedó absorto, en atenta
contemplación. De pronto, una serie de círculos rojos empezaron
a danzar ante sus ojos; las casas, los transeúntes, los malecones,
empezaron también a danzar y girar. De súbito se estremeció.
Una figura insólita, horrible, que acababa de aparecer ante él, le
impresionó de tal modo, que no llegó a desvanecerse. Había
notado que alguien acababa de detenerse cerca de él, a su
derecha. Se volvió y vio una mujer con un pañuelo en la cabeza.
Su rostro, amarillento y alargado, aparecía hinchado por la
embriaguez. Sus hundidos ojos le miraron fijamente, pero, sin
duda, no le vieron, porque no veían nada ni a nadie. De
improviso, puso en el pretil el brazo derecho, levantó la pierna del
mismo lado, saltó la baranda y se arrojó al canal.
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