Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
-Nada de eso -replicó vivamente Zamiotof-. No lo creo en
absoluto. Y ahora menos que nunca.
-¡Ha caído usted, muchacho! ¡Ya le tengo! Usted no ha dejado de
creerlo, por poco que sea, puesto que dice que ahora lo cree
moins que jamais.
-No, no -exclamó Zamiotof, visiblemente confundido-. Yo no lo
he creído nunca. Ha sido usted, confiéselo, el que me ha
atemorizado para inculcarme esta idea.
-Entonces, ¿no lo cree usted? ¿Es que no se acuerda de lo que
hablaron ustedes cuando salí de la comisaría? Además, ¿por qué
el «teniente Pólvora» me interrogó cuando recobré el
conocimiento?
Se levantó, cogió su gorra y gritó al camarero:
-¡Eh! ¿Cuánto le debo?
-Treinta kopeks -dijo el muchacho, que acudió a toda prisa.
-Toma. Y veinte de propina. ¡Mire, mire cuánto dinero! -continuó,
mostrando a Zamiotof su temblorosa mano, llena de billetes-.
Billetes rojos y azules, veinticinco rublos en billetes. ¿De dónde los
he sacado? Y estas ropas nuevas, ¿cómo han llegado a mi poder?
Usted sabe muy bien que yo no tenía un kopek. Lo sabe porque
ha interrogado a la patrona. De esto no me cabe duda. ¿Verdad
que la ha interrogado...? En fin, basta de charla... ¡Hasta más
ver...! ¡Encantado!
Y salió del establecimiento, presa de una sensación nerviosa y
extraña, en la que había cierto placer desesperado. Por otra parte,
estaba profundamente abatido y su semblante tenía una expresión
sombría. Parecía hallarse bajo los efectos de una crisis reciente.
Una fatiga creciente le iba agotando. A veces recobraba de súbito
las fuerzas por obra de una violenta excitación, pero las perdía
inmediatamente, tan pronto como pasaba la acción de este
estimulante ficticio.
Al quedarse solo, Zamiotof no se movió de su asiento. Allí estuvo
largo
rato,
pensativo.
Raskolnikof
había
trastornado
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