Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
Arenas, otro incendio en el nuevo barrio de Petersburgo, otro en
este mismo barrio... Izler... Izler... Massimo...
«¡Aquí está!»
Había encontrado al fin lo que buscaba, y empezó a leer. Las
líneas danzaban ante sus ojos. Sin embargo, leyó el suceso hasta
el fin de la información y buscó nuevas noticias sobre el hecho en
los números siguientes. Sus manos temblaban de impaciencia al
pasar las páginas...
De pronto, alguien se sentó a su lado y él le dirigió una mirada.
Era Zamiotof, Zamiotof en persona, con la misma indumentaria
que llevaba en la comisaría. Lucía sus anillos, sus cadenas, sus
cabellos negros, rizados, abrillantados y partidos por una raya
perfecta. Llevaba su maravilloso chaleco, su americana un tanto
gastada y su camisa no del todo nueva. Parecía de excelente
humor, pues sonreía afectuosamente. El champán había coloreado
su cetrino rostro.
-Pero ¿usted aquí? -dijo con un gesto de asombro y con el tono
que habría adoptado para dirigirse a un viejo camarada-. Pero si
Rasumikhine me dijo ayer que estaba usted todavía delirando.
¡Qué cosa tan rara! ¿Sabe que estuve en su casa?
Raskolnikof había presentido que el secretario de la comisaría se
acercaría a él. Dejó los periódicos y se encaró con Zamiotof. En
sus labios se percibía una sonrisa irónica que dejaba traslucir
cierta irritación.
-Ya sé que vino usted -respondió-; ya me lo han dicho... Usted
me buscó la bota... ¿Sabe que tiene subyugado a Rasumikhine?
Dice que estuvieron ustedes dos en casa de Luisa Ivanovna,
aquella a la que usted intentaba defender el otro día. Ya sabe lo
que quiero decir. Usted hacía señas al «teniente Pólvora» y él no
lo entendía. ¿Se acuerda usted? Sin embargo, no hacía falta ser
un lince para comprenderlo. La cosa no podía estar más clara.
-¡Qué charlatán!
-¿Se refiere al «teniente Pólvora»?
StudioCreativo ¡Puro Arte!
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