Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
salpicada de equimosis. Tenía el labio superior un poco hinchado.
Había expresado su desaprobación en un tono de grave serenidad.
«¿Dónde he leído yo -pensaba Raskolnikof al alejarse que un
condenado a muerte decía, una hora antes de la ejecución de la
sentencia, que antes que morir preferiría pasar la vida en una
cumbre, en una roca escarpada donde tuviera el espacio justo
para colocar los pies, una roca rodeada de precipicios o perdida en
medio del océano sin fin, en una perpetua soledad, aunque esta
vida durara mil años o fuera eterna? Vivir, vivir sea como fuere. El
caso es vivir... -y añadió al cabo de un momento-: El hombre es
cobarde, y cobarde el que le reprocha esta cobardía.»
Desembocó en otra calle.
«¡Mira, el Palacio de Cristal! Rasumikhine me hablaba de él no
hace mucho. Pero ¿qué es lo que yo quería hacer? ¡Ah, sí! Leer...
Zosimof ha dicho que leyó en la prensa...»
-¿Me dará los periódicos? -preguntó entrando en un salón de té
espacioso, bastante limpio y que estaba casi vacío.
Sólo había dos o tres clientes tomando el té y, en un
departamento algo lejano, un grupo de cuatro personas que
bebían champán. Raskolnikof creyó reconocer a Zamiotof entre
ellas, pero la distancia le impedía asegurar que fuese él.
«¡Bah, qué importa!», pensó.
-¿Quiere usted vodka? -preguntó el camarero.
-Tráeme té y los periódicos, los atrasados, los de estos últimos
cinco días. Te daré propina.
-Gracias, señor. Aquí tiene los de hoy, de momento. ¿Quiere
vodka también?
El camarero le trajo el té y los demás periódicos. Raskolnikof se
sentó y empezó a leer los títulos... Izler... Izler... Los Aztecas...
Izler... Bartola... Massimo... Los Aztecas... Izler. Ojeó los sucesos:
un hombre que se había caído por una escalera, un comerciante
ebrio que había muerto abrasado, un incendio en el barrio de las
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