Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
Se sentó a la mesa, acercó a él la sopa y el plato de carne y
empezó a devorar con tanto apetito como si no hubiera comido en
tres días.
-Ahora, amigo Rodia, como aquí, en tu habitación, todos los días
-masculló con la boca llena-. Ha sido cosa de Pachenka, tu amable
patrona. Yo, como es natural, no le llevo la contraria. Pero aquí
llega Nastasia con el té. ¡Qué lista es esta muchacha! ¿Quieres
cerveza, Nastenka?
-No gaste bromas.
-¿Y té?
-¡Hombre, eso...!
-Sírvete... No, espera. Voy a servirte yo. Déjalo todo en la mesa.
Inmediatamente se posesionó de su papel de anfitrión y llenó
primero una taza y después otra. Seguidamente dejó su almuerzo
y fue a sentarse de nuevo en el diván. Otra vez rodeó la cabeza
del enfermo con un brazo, la levantó y empezó a dar a su amigo
cucharaditas de té, sin olvidarse de soplar en ellas con tanto
esmero como si fuera éste el punto esencial y salvador del
tratamiento.
Raskolnikof aceptaba en silencio estas solicitudes. Se sentía lo
bastante fuerte para incorporarse, sentarse en el diván, sostener
la cucharilla y la taza, e incluso andar, sin ayuda de nadie; pero,
llevado de una especie de astucia, misteriosa e instintiva, se fingía
débil, e incluso algo idiotizado, sin dejar de tener bien agudizados
la vista y el oído.
Pero llegó un momento en que no pudo contener su mal humor:
después de haber tomado una decena de cucharaditas de té,
libertó su cabeza con un brusco movimiento, rechazó la cucharilla
y dejó caer la cabeza en la almohada (ahora dormía con
verdaderas almohadas rellenas de plumón y cuyas fundas eran de
una blancura inmaculada). Raskolnikof observó este detalle y se
sintió vivamente interesado.
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