Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
-Lo sabía. Tráenos también té.
-Bien.
Raskolnikof contemplaba esta escena con profunda sorpresa y
una especie de inconsciente pavor. Decidió guardar silencio y
esperar el desarrollo de los acontecimientos.
«Me parece que no deliro -pensó-. Todo esto tiene el aspecto de
ser real. p
Dos minutos después llegó Nastasia con la sopa y anunció que en
seguida les serviría el té. Con la sopa había traído no sólo dos
cucharas y dos platos, sino, cosa que no ocurría desde hacía
mucho tiempo, el cubierto completo, con sal, pimienta, mostaza
para la carne... Hasta estaba limpio el mantel.
-Nastasiuchka, Prascovia Pavlovna nos haría un bien si nos
mandara dos botellitas de cerveza. Sería un buen final.
-¡Sabes cuidarte! -rezongó la sirvienta. Y salió a cumplir el
encargo.
Raskolnikof seguía observando lo que ocurría en su presencia,
con inquieta atención y fuerte tensión de ánimo. Entre tanto,
Rasumikhine se había instalado en el diván, junto a él. Le rodeó el
cuello con su brazo izquierdo tan torpemente como lo habría
hecho un oso y, aunque tal ayuda era innecesaria, empezó a
llevar a la boca de Raskolnikof, con la mano derecha, cucharadas
de sopa, después de soplar sobre ellas para enfriarlas. Sin
embargo, la sopa estaba apenas tibia. Raskolnikof sorbió
ávidamente una, dos, tres cucharadas. Entonces, súbitamente,
Rasumikhine se detuvo y dijo que, para darle más, tenía que
consultar a Zosimof.
En esto llegó Nastasia con las dos botellas de cerveza.
-¿Quieres té, Rodia? -preguntó Rasumikhine.
-Sí.
-Corre en busca del té, Nastasia; pues, en lo que concierne a
esta pócima, me parece que podemos pasar por alto las reglas de
la facultad... ¡Ah! ¡Llegó la cerveza!
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