Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
Al oír estas palabras, la patrona cerró la puerta y desapareció.
Era tímida y procuraba evitar los diálogos y las explicaciones.
Tenía unos cuarenta años, era gruesa y fuerte, de ojos oscuros,
cejas negras y aspecto agradable. Mostraba esa bondad propia de
las personas gruesas y perezosas y era exageradamente
pudorosa.
-¿Quién es usted?-preguntó Raskolnikof al supuesto cobrador.
Pero en este momento la puerta se abrió y dio paso a
Rasumikhine, que entró en la habitación inclinándose un poco, por
exigencia de su considerable estatura.
-¡Esto es un camarote! -exclamó-. Estoy harto de dar cabezadas
al techo. ¡Y a esto llaman habitación...! ¡Bueno, querido; ya has
recobrado la razón, según me ha dicho Pachenka!
-Acaba de recobrarla -dijo la sirvienta.
-Acaba de recobrarla -repitió el mozo como un eco, con cara
risueña.
-¿Y usted quién es? -le preguntó rudamente Rasumikhine-. Yo
me llamo Vrasumivkine y no Rasumikhine, como me llama todo el
mundo. Soy estudiante, hijo de gentilhombre, y este señor es
amigo mío. Ahora diga quién es usted.
-Soy un empleado de la casa Chelopaief y he venido para cierto
asunto.
-Entonces, siéntese.
Al decir esto, Rasumikhine cogió una silla y se sentó al otro lado
de la mesa.
-Has hecho bien en volver en ti -siguió diciendo-. Hace ya cuatro
días que no te alimentas: lo único que has tomado ha sido unas
cucharadas de té. Te he mandado a Zosimof dos veces. ¿Te
acuerdas de Zosimof? Te ha reconocido detenidamente y ha dicho
que no tienes nada grave: sólo un trastorno nervioso a
consecuencia de una alimentación deficiente. «Falta de comida
-dijo-. Esto es lo único que tiene. Todo se arreglará.» Está hecho
un tío ese Zosimof. Es ya un médico excelente... Bueno -dijo
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