Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
Subió al quinto piso. En él habitaba Rasumikhine.
Se hallaba éste escribiendo en su habitación. Él mismo fue a
abrir. No se habían visto desde hacía cuatro meses. Llevaba una
bata vieja, casi hecha jirones. Sus pies sólo estaban protegidos
por unas pantuflas. Tenía revuelto el cabello. No se había afeitado
ni lavado. Se mostró asombrado al ver a Raskolnikof.
-¿De dónde sales? -exclamó mirando a su amigo de pies a
cabeza. Después lanzó un silbido-. ¿Tan mal te van las cosas?
Evidentemente, hermano, nos aventajas a todos en elegancia
-añadió, observando los andrajos de su camarada-. Siéntate;
pareces cansado.
Y cuando Raskolnikof se dejó caer en el diván turco, tapizado de
una tela vieja y rozada (un diván, entre paréntesis, peor que el
suyo), Rasumikhine advirtió que su amigo parecía no encontrarse
bien.
-Tú estás enfermo, muy enfermo. ¿Te has dado cuenta?
Intentó tomarle el pulso, pero Raskolnikof retiró la mano.
-¡Bah! ¿Para qué? -dijo- He venido porque... me he quedado sin
lecciones..., y yo quisiera... No, no me hacen falta para nada las
lecciones.
Rasumikhine le observaba atentamente.
-¿Sabes una cosa, amigo? Estás delirando.
-Nada de eso; yo no deliro -replicó Raskolnikof levantándose.
Al subir a casa de Rasumikhine no había tenido en cuenta que
iba a verse frente a frente con su amigo, y una entrevista, con
quienquiera que fuese, le parecía en aquellos momentos lo más
odioso del mundo. Apenas hubo franqueado la puerta del piso,
sintió una cólera ciega contra Rasumikhine.
-¡Adiós! -exclamó dirigiéndose a la puerta.
-¡Espera, hombre, espera! ¿Estás loco?
-¡Déjame! -dijo Raskolnikof retirando bruscamente la mano que
su amigo le había cogido.
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