Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
Raskolnikof había dado estas respuestas con voz dura y
entrecortada. Estaba pálido como un lienzo. Sus grandes ojos,
negros y ardientes, no se abatían ante la mirada de Ilia
Petrovitch.
-Apenas puede tenerse en pie, y tú todavía... -empezó a decir el
comisario.
-No se preocupe -repuso Ilia Petrovitch con acento enigmático.
Nikodim Fomitch iba a decir algo más, pero su mirada se
encontró casualmente con la del secretario, que estaba fija en él,
y esto fue suficiente para que se callara. Se hizo un silencio
general, repentino y extraño.
-Ya no le necesitamos -dijo al fin Ilia Petrovitch-. Puede usted
marcharse.
Raskolnikof se fue. Apenas hubo salido, la conversación se
reanudó entre los policías con gran vivacidad. La voz del comisario
se oía más que las de sus compañeros. Parecía hacer preguntas.
Ya en la calle, Raskolnikof recobró por completo la calma.
«Sin duda, van a hacer un registro, y en seguida -se decía
mientras se encaminaba a su alojamiento-. ¡Los muy canallas!
Sospechan de mí.»
Y el terror que le dominaba poco antes volvió a apoderarse de él
enteramente.
II
Y si el registro se ha efectuado ya? También podría ser que me
encontrase con la policía en casa.»
Pero en su habitación todo estaba en orden y no había nadie.
Nastasia no había tocado nada.
«Señor, ¿cómo habré podido dejar las joyas ahí?»
Corrió al rincón, introdujo la mano detrás del papel, retiró todos
los objetos y fue echándolos en sus bolsillos. En total eran ocho
piezas: dos cajitas que contenían pendientes o algo parecido (no
se detuvo a mirarlo); cuatro pequeños estuches de tafilete; una
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