Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
«Por este hombre no me enteraré de nada. Todo le es
indiferente», pensó Raskolnikof.
-Vaya usted al secretario -dijo el escribiente, señalando con el
dedo la habitación del fondo.
Raskolnikof se dirigió a ella. Esta pieza, la cuarta, era
sumamente reducida y estaba llena de gente. Las personas que
había en ella iban un poco mejor vestidas que las que el joven
acababa de ver. Entre ellas había dos mujeres. Una iba de luto y
vestía pobremente. Estaba sentada ante el secretario y escribía lo
que él le dictaba. La otra era de formas opulentas y cara colorada.
Vestía ricamente y llevaba en el pecho un broche de gran tamaño.
Estaba aparte y parecía esperar algo. Raskolnikof presentó el
papel al secretario. Éste le dirigió una ojeada y dijo:
-¡Espere!
Después siguió dictando a la dama enlutada.
El joven respiró. «No me han llamado por lo que yo creía», se
dijo. Y fue recobrándose poco a poco.
Luego pensó: «La menor torpeza, la menor imprudencia puede
perderme... Es lástima que no circule más aire aquí. Uno se
ahoga. La cabeza me da más vueltas que nunca y soy incapaz de
discurrir.»
Sentía un profundo malestar y temía no poder vencerlo. Trataba
de fijar su pensamiento en cuestiones indiferentes, pero no lo
conseguía. Sin embargo, el secretario le interesaba vivamente. Se
dedicó a estudiar su fisonomía. Era un joven de unos veintidós
años, pero su rostro, cetrino y lleno de movilidad, le hacía parecer
menos joven. Iba vestido a la última moda. Una raya que era una
obra de arte dividía en dos sus cabellos, brillantes de cosmético.
Sus dedos, blancos y perfectamente cuidados, estaban cargados
de sortijas. En su chaleco pendían varias cadenas de oro. Con
gran desenvoltura, cambió unas palabras en francés con un
extranjero que se hallaba cerca de él.
StudioCreativo ¡Puro Arte!
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