Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
Al cruzar la puerta vio a la derecha una escalera, por la que
bajaba un mujik con un cuaderno en la mano.
«Debe de ser un ordenanza. Por lo tanto, esa escalera conduce a
la comisaría.»
- Y, aunque no estaba seguro de ello, empezó a subir. No quería
preguntar a nadie.
«Entraré, me pondré de rodillas y lo confesaré todo», pensaba
mientras se iba acercando al cuarto piso.
La escalera, pina y dura, rezumaba suciedad. Las cocinas de los
cuatro pisos daban a ella y sus puertas estaban todo el día
abiertas de par en par. El calor era asfixiante. Se veían subir y
bajar ordenanzas con sus carpetas debajo del brazo, agentes y
toda suerte de individuos de ambos sexos que tenían algún asunto
en la comisaría. La puerta de las oficinas estaba abierta.
Raskolnikof entró y se detuvo en la antesala, donde había varios
mujiks. El calor era allí tan insoportable como en la escalera.
Además, el local estaba recién pintado y se desprendía de él un
olor que daba náuseas.
Después de haber esperado un momento, el joven pasó a la
pieza contigua. Todas las habitaciones eran reducidas y bajas de
techo. La impaciencia le impedía seguir esperando y le impulsaba
a avanzar. Nadie le prestaba la menor atención. En la segunda
dependencia trabajaban varios escribientes que no iban mucho
mejor vestidos que él. Todos tenían un aspecto extraño.
Raskolnikof se dirigió a uno de ellos.
-¿Qué quieres?
El joven le mostró la citación.
-¿Es usted estudiante? -preguntó otro, tras haber echado una
ojeada al papel.
-Sí, estudiaba.
El escribiente lo observó sin ningún interés. Era un hombre de
cabellos enmarañados y mirada vaga. Parecía dominado por una
idea fija.
StudioCreativo ¡Puro Arte!
Página 116