Crimen y Castigo - Fiódor Dostoyewski
Las piernas le temblaban.
-¿De miedo? -barbotó.
Todo le daba vueltas; le dolía la cabeza a consecuencia de la
fiebre.
«¡Esto es una celada! Quieren atraerme, cogerme desprevenido
-pensó mientras se dirigía a la escalera-. Lo peor es que estoy
aturdido, que puedo decir lo que no debo.»
Ya en la escalera, recordó que las joyas robadas estaban aún
donde las había puesto, detrás del papel despegado y roto de la
pared de la habitación.
«Tal vez hagan un registro aprovechando mi ausencia.»
Se detuvo un momento, pero era tal la desesperación que le
dominaba, era su desesperación. Tan cínica, tan profunda, que
hizo un gesto de impotencia y continuó su camino.
«¡Con tal que todo termine rápidamente...!»
El calor era tan insoportable como en los días anteriores. Hacía
tiempo que no había caído ni una gota de agua. Siempre aquel
polvo aquellos montones de cal y de ladrillos que obstruían las
calles. Y el hedor de las tiendas llenas de suciedad, y de las
tabernas, y aquel hervidero de borrachos, buhoneros, coches de
alquiler...
El fuerte sol le cegó y le produjo vértigos. Los ojos le dolían
hasta el extremo de que no podía abrirlos. (Así les ocurre en los
días de sol a todos los que tienen fiebre.)
Al llegar a la esquina de la calle que había tomado el día anterior
dirigió una mirada furtiva y angustiosa a la casa... y volvió
enseguida los ojos.
«Si me interrogan, tal vez confiese», pensaba mientras se iba
acercando a la comisaría.
La comisaría se había trasladado al cuarto piso de una casa
nueva situada a unos trescientos metros de su alojamiento.
Raskolnikof había ido una vez al antiguo local de la policía, pero
de esto hacía mucho tiempo.
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